Paisajes urbanos

La propuesta “viajera” en torno a los paisajes culturales de esta semana nos lleva hasta o, mejor dicho, nos deja en la ciudad.

Los paisajes urbanos, que para la mayoría de nosotros son los más cotidianos, pero no por ello menos interesantes,  están en constante cambio desde el crecimiento exponencial de las ciudades a raíz de la revolución industrial. Un proceso de cambio social y crecimiento económico y demográfico agudizado por el éxodo de la población rural a la urbe en busca de nuevas oportunidades de trabajo y de los servicios básicos que algunas poblaciones perdían o de los que carecían.

La ciudad le iba ganando terreno a la naturaleza circundante, las ciudades crecían en torno a ensanches, al estilo de los bulevares europeos, en los que se construían las casas de la burguesía. Aparecían los barrios obreros de la periferia y los transportes públicos que enlazaban los distintos sectores de la ciudad.

En el caso concreto de Zaragoza existía la necesidad de unir, o más bien rellenar, varios espacios que habían quedado separados: nos referimos a la zona junto al Huerva ─el llamado por entonces  Salón de Santa Engracia y la Glorieta de Pignatelli, ahora Independencia y plaza Aragón─, y el núcleo de pequeñas calles del antiguo barrio de la Judería ─entre el Coso y la calle San Miguel. Esa unidad se consigue con la urbanización de esa Huerta de Santa Engracia, terrenos que acogieron las Exposición Hispano-Francesa de 1908. Fue un gran acto de reconciliación que mostraba la modernidad de Zaragoza y Aragón promovido por Don Basilio Paraíso, con más de 5.000 expositores públicos y privados que daba, por fin, respuesta a los planes urbanísticos de los técnicos municipales Casañal y Magdalena. Y fue precisamente Magdalena el encargado de los edificios más importantes del recinto, como el propio Palacio de Museos, actual Museo de Zaragoza.

Palacio de Museos. Fotografía de 1908. Archivo Histórico Provincial. Cedida por Salvador Trallero.

Durante esta década y las posteriores paseamos por la Zaragoza del ocio, los almacenes, los teatros y revistas, de los grandes cafés y los refrescantes “placeres del Ebro”. Precisamente ese es el primer nombre que recibe el cuadro de Franscico Marín Bagües que hoy conocemos como El Ebro. El pintor nacido en Leciñena nos muestra en su conocida obra una escena típica del verano en Zaragoza, cuando eran pocos los que podían permitirse viajes de vacaciones estivales a las playas del norte o a tomar las aguas a balnearios, también muy de moda en la época. A mediados de los años 20 se había fundado el Club Naturista Helios en la arboleda de Macanaz para todos los zaragozanos que acudían a las orillas del Ebro a refrescarse y hacer deporte. Marín Bagües hizo este lienzo después de varias sesiones de bocetos del natural, aunque se cuenta que tuvo que hacer algunos retoques en el lienzo, incluyendo prendas de baño, para adecuarlos al decoro.

El Ebro (1934-38), Francisco Marín Bagües. Foto: J.Garrido

Otro de los escenarios urbanos que ayuda a mitigar el rigor de la canícula, especialmente dura en Zaragoza, son los parques y jardines. Desde principios del siglo se proyectó en la ciudad un gran parque para el paseo en el Cabezo de Buenavista ─actual Parque José Antonio Labordeta. Pero la obra en la que hoy les proponemos refrescarse a la sombra es el cuadro de Santiago Rusiñol Jardines de Aranjuez. Cuando en una entrevista le preguntaron a este genial artista que cuál había sido su mayor fuente de inspiración artística, Rusiñol respondió rotundamente: los jardines de Aranjuez. Y no debía mentir puesto que los pintó durante más treinta años e incluso obtuvo un permiso especial del rey para poder adentrarse con su coche en los mismos. En esos jardines también le sorprendió la muerte, allá por 1931.

Jardines de Aranjuez (h.1910), Santiago Rusiñol. Foto: J.Garrido

En el lienzo que conserva el Museo de Zaragoza  Rusiñol demuestra ser un observador minucioso y detallista, especialmente preocupado por el estudio de la luz, los efectos que ésta crea al filtrarse entre las hojas de los árboles, sus reflejos en el suelo, sus sombras, con un resultado final altamente poético y teatral. Ha optado por una composición simétrica de cierta rigidez compositiva: sitúa en primer término un espacio vacío desde el que parten las líneas de fuga que van a parar al centro de la obra donde estratégicamente ha colocado una fuente, otorgando a la escena una gran sensación de calma y armonía. La luz y el color son los protagonistas.

Y como última sugerencia dentro del paisaje urbano, el Museo de Zaragoza, ese oasis que nos permite viajar a cualquier espacio y tiempo y al que nos invitaba a visitar José Luis Cano en su obra Ven al Museo. En su obra, como en el museo, encontraréis a toda una serie de personajes que tienen muchas historias que contaros. ¿Queréis conocerlas? Pues sólo tenéis que visitarnos.

Ven al museo (2000), José Luis Cano. Foto: J. Garrido

MdZ.

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